El ancla, anatomía del "nosequé"

¿Sabés qué? Hoy estuve casi toda la mañana en el microcentro. No, no fui a hacer trámites. Bue… en realidad, fui a hacer uno, pero fue bastante rápido. Tenía que ir a arreglar un lio de papeles que me hicieron en la cancillería, pero a las 9.00 ya estaba libre.

Y me quedé por ahí.

Y era por el nosequé.

Mirá, te explico. Yo vivo en Madrid hace, casi, cinco años. Me fui a principios del 2010 y me fui con las ideas bien claras: esto es por un tiempo y después voy a volver. El después todavía no llegó. Sigo allá… bueno… ahora estoy acá de visita hasta fin de mes. Y cada vez que vengo de visita, me pasa lo mismo. Los primeros días puteo, me enervo con la crispación de la gente y me acuerdo del confort madrileño y de la seguridad de las calles españolas. Pero ese hechizo de bronca, se diluye con el pasar de los días. Porque los primeros días me pongo triste por pensar que tengo el ancla tirada en Madrid y, sin embargo, cuando ya llevo más de un par de días acá, me doy cuenta que el ancla sigue de este lado, que todavía esto me tira, que a pesar de vivir a un océano de distancia, acá hay algo que me ata.

Y es el nosequé.

Pero yo sé bien que es el nosequé. Yo sé que lo que me tira es la cadena del ancla, hecha de nostalgia (yo creo que eso se lo robamos a los gallegos que le dicen “morriña”), pizza (a los tanos) y asado (industria argentina). A mí, me sigue tirando eso de pedir un café con medialunas, eso de jugar a las cartas, sentarme en un bar a pedir un cortado y leer el diario. Me tira la idiosincrasia. Me tira ir al Belgrano Multiplex y ver que está casi igual que cuando iba de pibe a ver pelis semi-berreta. Me tira entrar a Recoleta para llevarle unas flores a mi viejo y salir para dar una vuelta por ese barrio tan pituco, clasista e inglés que se condensa en la esquina de La Biela. También me tira volver por el bajo a casa y cada vez que paso el puente de la facultad de derecho y veo acercarse el edificio del viejo ATC, maldigo por no poder parar y bajarme del coche para sacarle una foto al mural de Paez Bilaró que está encima de Rond Point. De hecho, maldigo que no haya una sola foto bien sacada de dicho mural en todo Google.

El otro día entré en Bellas Artes. Hacía más de una década que no entraba, ¿y sabés qué?, está bastante bien.

Ayer, pasé por Chacarita y paré a comer unas porciones de pizza en el Imperio. Pusieron una estatua de Carlitos Balá en la puerta. Me saqué una selfie con él porque era uno de mis ídolos de la infancia y hasta recuerdo que, de chiquito, me cortaban el pelo como él, así, a lo taza, y a mí no me gustaba. Pero sí disfrutaba de sus películas, en especial de “El tío disparate” en la que actuaban las Trillizas de oro.

Maldigo profundamente no estar acá en otra época del año porque no voy a poder ir a la cancha a ver a mi querido Club Atlético River Plate. Sin embargo, ni bien salí a correr por el barrio, lo primero que hice fue pasar por el Monumental y, de paso, extendí el recorrido hasta Ramsay, la calle donde está la Cristoforo Colombo, mi colegio.

Cuando estoy afuera, a mí se me cae la baba cuando hablo de Buenos Aires, como si se tratara de un padre que habla del 10 que se sacó su hijo en la escuela. Inclusive se me pianta alguna lágrima cuando pienso que la vuelta definitiva no está cerca. Pero se me pianta, más que nada, porque cuando pienso en frío, sin ser poseído por la nostalgia, pienso que Buenos Aires se ha convertido en una ciudad mucho más hostil desde que me fui. Cerati le puso “la ciudad de la furia” a finales de los ’80, pero parece que es un nombre mucho más adecuado para estos días. Porque Buenos Aires es furia, Buenos Aires es inseguridad y paranoia. En Buenos Aires, “si te tiene que pasar, te va a pasar”: los porteños caminamos sabiendo que en estas calles somos, más que nunca, víctimas de un destino fatal que puede estar escrito o no.

Cuando vi “Relatos salvajes” en Madrid, en la historia de Darín no sabía, literalmente, si reír o llorar. Los españoles se reían: les gusta Darín, la historia les resultó graciosa y, por sobre todo, ajena y disparatada. A mí, no me resultaba ajena y mucho menos disparatada. No sé: quizás eso que se ve en la historia pasa de verdad en miles de lugares de Buenos Aires y debería ser razón de llanto y no de risa, pero por lo menos le valió la nominación al Oscar a la película.

Está claro que yo tengo el barco en Madrid, pero el ancla sigue tirado acá, en el puerto de Buenos Aires y  la soga siempre tira. Y mientras así sea, seré el mejor embajador posible de esta ciudad en el extranjero: resaltando sus maravillas, pero sin ocultar esas imperfecciones (tan imperfectas) que muchas veces opacan las virtudes de las calles porteñas como sus cafés notables, su espíritu europeo y su entidad latinoamericana.

Tengo que reconocer que en los últimos meses, muchos amigos y conocidos me escribieron para preguntarme si todavía seguía afuera. Cuando respondí que sí, muchos me comentaron lo mismo: “yo también me quiero ir”. Y ahí se me pianta una lágrima al darme cuenta que la ciudad te empuja a irte y que, en mi caso, no te invita a volver. Eso también es parte del nosequé.

Pero no importa. O al menos no importa tanto, porque por otro lado, a mí se me infla el pecho cuando los extranjeros con los que trabajo día a día me dicen que visitaron Buenos Aires y que quedaron fascinados. Y cuando les pregunto qué es lo que les gusto de la ciudad, no saben responderme a ciencia cierta, pero no pasa nada. Porque yo los entiendo en una fracción de segundo. Porque yo sé que están hablando del nosequé.

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