Necochea 1

El juego de tazas de plástico marrón, la televisión con ruedita para cambiar de canal, el sillón de cuerina roja, las cucharadas de novalgina, el sauce llorón del patio, el ring-raje a las dos de la mañana, el campeonato de willys (a ver quién “hacía más breas”), los penales en el portón de casa, los fueguitos en el cordón donde asábamos salchichas, los amigos del barrio, los partidos contra los villeros de la otra cuadra, la puerta de casa abierta (sin llave todo el día), las calles de barro como límite de civilización, la plaza, las facturas del faro, el club del Valle, el río Quequén, el puente colgante, Poseidón, la 83, el centro viejo, el centro nuevo, el casino en riesgo de derrumbe, mirar el muelle para pronosticar tormentas de arena, Massera, el dulce de leche de Camilo, el cine París, el cine Ocean, Sacoa, Don Peppone, Amalfi, Lontano, los grandes tomando café para hacer tiempo mientras jugábamos a los jueguitos.

Necochea fue el escenario mítico donde se forjaron esos episodios fundacionales de mi vida. Necochea fue mi infancia, pese a que soy porteño. Nací en Lanús por esas cosas del destino (mi vieja fue a parir a la clínica del Sol para horas más tarde volver al departamentito de la calle Palpa en el barrio de Belgrano) y mi residencia permanente estaba en la Ciudad de Buenos Aires, pero, cuando llegaba el verano, la familia entera migraba a la 55 bis entre 98 y 100 para pasar casi tres meses en aquella costa donde no escaseaba el viento. Es cierto: los únicos dos que nos quedamos enteramente los tres meses de veraneo en la casita que teníamos cercana al hospital Ferreyra éramos mi hermano y yo. Mis viejos se turnaban para ausentarse una semana cada uno: como trabajaban juntos, de lunes a viernes quedábamos al cuidado de uno de ellos, mientras el otro volvía a Buenos Aires para hacerse cargo de los negocios y sólo los fines de semana podíamos disfrutar de la presencia de ambos.

Pero en Necochea éramos más de cuatro porque ahí estaba el barrio: un barrio estacional que se configuraba, en gran parte, por veraneantes como nosotros que venían de otras partes de la provincia a disfrutar de sus vacaciones. Estaban los de Lobos, los de Villa del Parque, los de Burzaco y algunos otros que no me acuerdo exactamente de donde eran, pero también estaban los locales, como aquellos daneses que tenían la casa justo al lado de la nuestra.

También había en el barrio personajes de temporada: vecinos que alquilaban una casa durante un único verano y que, al año siguiente, me sorprendía que no volvieran a estar. Claro está que por ese entonces yo tenía menos de diez años y no entendía la lógica del alquiler veraniego y, como yo pasaba todos mis veranos en la misma casa, no concebía la posibilidad de que alguien pasara sus vacaciones en diferentes lugares: para mí, se veraneaba siempre en la misma ciudad. Por eso crecí con la idea de que si eras cheto, veraneabas en Pinamar; si eras del montón, en Mar del Plata; si eras hippie, en Gesell y si te gustaban las bicicletas, en Miramar. Hasta ahí llegaban mis conocimientos sobre la costa atlántica argentina.

De hecho, un verano nos acercamos hasta Claromecó y para mí fue como traspasar las columnas de Hércules o, dicho de una forma menos pretensiosamente erudita, era estar en el culo del mundo (aunque por esa época en vez de la expresión “culo del mundo” se usaba mucho lo de “plumas verdes” que quedaba, literalmente, en la concha de la lora).

 

Necochea empezó, como decía mi viejo, “cuando yo tenía tu edad”. Al parecer, mi abuelo Eugenio llevaba a su esposa Vera (lituana ella) y a sus cuatro hijos de vacaciones a Mar del Plata y un día se cansó de la atestada Bristol y decidió cambiar de panorama veraniego e invirtió en una casita en un barrio residencial de Necochea ubicada en la calle 55 bis 4683. Se entraba por la 98, una calle de barro que cada vez que llegábamos a Necochea al principio del verano despertaba los reproches de mis viejos para con el estado de la vía: “¡Qué lo parió! ¡Esta calle está cada vez peor” comentaban mi madre o mi padre mientras el Renault Nevada familiar iba dando tumbos por las irregularidades del terreno.

Por una cosa u otra, el que heredó esa casa a la muerte de mi abuelo fue mi viejo y, un poco siguiendo la tradición paterna, empezó a llevarnos a mí, mi hermano y mi madre de veraneo a esa casita año tras año… durante mucho tiempo.

La cuestión es que Necochea se convirtió en ese universo paralelo para mí, niño urbanita crecido en el cemento porteño, que de lunes a viernes, por 9 meses, iba al colegio italiano del Bajo Belgrano vestido con uniforme de pantalón gris y camiseta blanca. La heterogeneidad de la rutina diaria en Buenos Aires se echaba por tierra al traspasar el kilómetro 500. Porque Necochea era territorio de travesuras, Necochea era salvajez y, por sobre todas las cosas, Necochea era sinónimo de libertad. En Necochea, no había que tener cuidado al salir a la calle, no había que avisarle a los grandes donde estábamos y, de tanto entrar y salir de la casa, la puerta parecía giratoria, porque Necochea era calle. Con menos de diez años, en Necochea se nos dejaba curtirnos en la lleca. Mis viejos nunca temieron que en las tranquilas calles numeradas de esa ciudad costera nos pudiera pasar nada, pese a que, de vez en cuando, llegábamos a casa todos rasguñados porque la pelota se nos había ido a un terreno baldío lleno de cardos, a veces con algunas machucaduras porque habíamos tenido algún percance con la bici intentando hacer alguna pirueta o con algunos raspones en rodillas o pantorrillas porque nos habíamos caído del carrito de rulemanes.

¡Ojo! A veces, las cosas pasaban a mayores. Mi hermano sufrió una tarde entera de amnesia al darse un fuerte golpe en la cabeza tras caerse de una pelota de fútbol sobre la que intentaba hacer equilibrio y también hubo que llevarlo al hospital cuando un perro le mordió el culo por meterse de infiltrado en el jardín de una casa ajena tras un penal que se fue muy por arriba de un travesaño imaginario trazado por la perpendicular de las líneas de los postes del portón de casa.

continuará...

Tags: nostalgia

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