"Una obra en construcción" de Hernán Casciari

 

-Má, ¿querés venir al teatro? Compré entradas para una obra el miércoles-

-¿De qué se trata?-

-Es como un recital de cuentos de un escritor que me gusta a mí. Es mercedino el tipo, pero ahora vive en Barcelona o algo así-

-Ah… eeemmm, ¿un recital de cuentos? Bueno, no sé-

-¿Tenés algo que hacer el miércoles a la noche?-

-No-

-¡¿Y entonce’?!-

Así fue como convencí a mi madre de ir a ver “Una obra en construcción” de Hernán Casciari y flia. Fue el 23 de marzo de 2016, fecha que pasará a la historia como “el día que llegó Obama a la Argentina y todo el mundo de repente quiso ser negro”. Este no es un dato menor porque, aunque ni Barack ni Michelle se dignaron en ir al teatro sito en Santos Dumont 4040 (los muy forros fueron a cenar con Mauricio y Juliana), el tránsito en la Capital fue un infierno durante todo el día y el inicio de la obra se demoró una media hora a causa de ello.

A todo esto, en el fondo del escenario había un reloj en cuenta regresiva al estilo Jack Bauer (que llegó a cero varias veces y se reseteó) que crispó la endeble paciencia del porteño medio que ya de por sí es ansioso y que ese día en particular tuvo que hacer peripecias varias para sortear la comitiva del negro más famoso del mundo que se paseó por Buenos Aires cortando calles en un radio de 30 cuadras.

Un pelado con micrófono salió a calmar a la multitud: “dice Casciari que esto es culpa de Obama”.

Cuando la cuenta regresiva llegó a cero por tercera vez, un gordo con camisa de mangas cortas, azul, a cuadros, abierta (¡no se asusten, abajo tenía una remera!) salió al escenario. Por un momento pensé que iba a pasar como en esas sitcoms cuando sale un artista invitado, mira a cámara, sonríe y se queda quieto unos segundos mientras suenan unos aplausos grabados. No pasó, pero la gente “descomprimió” un poco: ahí está Casciari.

A modo de intro, el tipo se puso hablar de frente a los espectadores. Fue un albañil enojado que tiró abajo una pared: la cuarta pared. Se agradeció: el trato de tú a tú amenizo el espectáculo desde el primer minuto. No sé cuántos éramos en esa sala, pero el hecho de que derribara esa barrera hizo que cada cosa que contara fuera dirigida a cada uno de los espectadores y no a esa masa informe que los actores de teatro miran de reojo desde el proscenio y que generalmente denominan “el público”. No: Casciari abrió la boca y le estaba hablando, de forma particular y personalizada a cada uno de los que estábamos ahí. Y no le hablaba a Juan, Francisco, Rolando o Miguel. Le hablaba a Juancito, Pancho, Rolo, Micho, Tito, Negro, Gordo y Cabezón, porque la cercanía de las palabras de ese gordo hicieron que las sillas de plástico se transformaran en un sillón más del salón de la casa de los Casciari.

Yo debo reconocer que, a mí, ya me había comprado de antemano: yo leo asiduamente los cuentos del Gordo (de ahora en más, lo llamaré Gordo con mayúscula porque le da más entidad: no es un gordo cualquiera, sino EL Gordo) en su blog Orsai y le profeso cierta admiración por su calidad literaria. Permítanme ser olfa: me gusta como escribe.

Subido al escenario, el mérito del tipo, a mi entender, fue saber adaptar ese estilo literario a un entorno teatral. Cuando leés a Casciari, te imaginás cómo es su casa, las calles de Mercedes, sus familiares, amigos y enemigos. En “Una obra en construcción”, ves la casa, ves las calles de Mercedes (bueno, algunas fotos en una proyección), a sus familiares y a sus amigos. A los enemigos no: estaban analizando la derrota con Central y pensando en el próximo partido contra Olimpo.

Y cuando digo “ves la casa, a sus familiares, amigos…” lo digo literalmente: el tipo se trajo el sillón de su casa, el escritorio del viejo, a la madre, a los primos que tocan la flauta traversa, el contrabajo (o el chelo, ponele) y el piano, además de una sobrina que está bastante buena1 (¡ojo, también canta muy bien!) y a Mercedes Morán para que haga de Diablo2.

No sé si quedó claro, pero “Una obra en construcción” es como si el Gordo te abriera la puerta de su casa y contara algunas anécdotas muy bien ficcionadas con remates a veces delirantes, otras veces enternecedores, que te sacan sonrisas, risas y carcajadas.

Pero creo que lo mejor de la obra no es nada de lo que acabo de mencionar. El Gordo es mercedino, pero vivió (¡o vive, qué se yo!) mucho tiempo en Barcelona que, a pesar de todo, sigue siendo parte de España.

-¿Y eso qué tiene que ver?-

Bueno, te comento: el título de su montaje es “Una obra en construcción” y las obras en construcción (o sea, literalmente, las construcciones de edificios, casas, etc.) son el atractivo principal de los jubilados españoles. Al cumplir 60, a los españoles se les entrega un abono de platea VIP (que viene a ser un banco en una plaza, calle o cualquier otro espacio público) y pasan las horas admirando grúas que ponen en pie enormes torres durante meses. Por supuesto, mientras ven el espectáculo hablan con sus compañeros de platea y le dan de comer a las palomas. Algunos fuman un purito y comentan el fútbol o, si quieren tocar un tema menos controvertido, comentan los últimos avatares de la política local.

Esa inexplicable fascinación que sienten estos entrañables personajes de la tercera edad en España es la misma que hemos probado los espectadores de “Una obra en construcción”: vimos a un Gordo leyendo cuentos sobre un escenario medio improvisado por el que desfilaron su madre, su cuñado, su sobrina y Mercedes Morán y nos quedamos muy a gusto.

Seguramente, la explicación resida en que muchos de los que fuimos ya le tenemos cierto aprecio al Gordo por las cosas que escribe. Pero no todos. Yo la llevé a mi vieja que no tenía ni idea de quién era Casciari (y asumo que ya se habrá olvidado) y, así y todo, le gustó.

Es por eso que creo que el gran acierto de “Una obra en construcción” es haber armado un espacio de acercamiento a su literatura: aunque no lo crean, el 90% del espectáculo es el Gordo leyendo desde una carpetita (¡ojo, hay partes que se las sabe de memoria y no pispea la carpeta!) y, así de pedorro como puede sonar, gustó. Gustó por su estilo, gustó porque, mientras le hablaba de forma personalizada a cada uno de los espectadores mirándolos a la cara y sin pispear la carpeta, había un momento en el que empezaba a leer, pero con una sutileza tal que uno no se daba cuenta cuando eso sucedía. Entonces, lo que uno creía que era el racconto de una anecdóta cuya estructura formal estaba improvisada al 100%, en realidad, se trataba de un premeditado relato que se puede encontrar en papel o digital. He ahí la grandeza del Gordo.

En una época en la que el teatro convoca a sus espectadores con argumentos como los pechos de silicona de las vedettes, este mercedino con tetas de robusto nos deleitó a unos cuantos giles contando cuentitos desde una carpetita secundado por su mamá.

¡Yapó! o como se escriba.


 

1.Va con onda Gordo: soy casado.
2.No te enojes: no te acabo de hacer ningún spoiler, porque creo que el artista invitado cambia en todas las funciones, así que si vas a verlo próximamente, no creo que esté Roxy. En una de esas está Panigasi.

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